Alfonso Borrero Cabal S.J.
El Maestro imprescindible
En toda educación en lo superior y para lo superior es imprescindible la presencia del maestro, cuya figura obtiene derecho de asilo permanente en la memoria del discípulo.
Padre y madre generan el ser físico; el maestro acrecienta las herencias espirituales, intelectuales y físicas. Nadie nace del todo. El nacimiento natural es ingreso a la vida; la educación continúa el trayecto hacia la eternidad; el maestro, aunque desaparecido, es siempre guía del espíritu.
Las fiestas, entendidas como amor y estima hacia el maestro bueno, tienen algo de familiar y casi religioso: veneración por su sabiduría más que por su saber. Este descubre verdades científicas; aquellas, la solemnidad y los secretos de la vida.
Profesores y maestros
Hay profesores y hay maestros. Muchos conocimos, de los primeros, diáfanos, de explicaciones limpias, puntuales, hacendosas, comprensivas, exigentes, justas. De entre ellos, uno, algunos quizás, descollaron en jerarquía espiritual indefinible. Nos dieron, a más de su saber, la plenitud de su ser. Su recuerdo siembra huellas imborrables.
De los profesores conservamos enlistada memoria. El maestro ganó para sí persistente presencia en nuestra vida porque desbordan los límites de cortos trechos de pedagogía didáctica.
Dice Jaspers que hay categorías de maestros. Unos enseñan lo que se les prescribe y asigna –asignaturas…!- , y lo hacen con honestidad. Otros pareció que intentaron enseñarlo todo y de todo, con arrogancia impositiva. Hay los que enseñan lo que saben, más no sólo; sobrepasan las barreras de su saber sincero para hacer dádiva del propio ser.
En nuestra acomodaticia distinción, el maestro pertenece a esta categoría. Al profesor se le demanda y exige comprobado saber. En el maestro se reconoce que rebasó el dominio de sus conocimientos. De él se dice, sin más, que es maestro. El profesor es sujeto de responsabilidades intelectuales; el maestro ejerce, sin ostentarla, la más alta responsabilidad espiritual porque enseña con la honradez moral consistente en escrupuloso respeto por las normas de la justicia, la honestidad intelectual que dice acatamiento y aprecio a la verdad.
Se nos antoja que el maestro adquiere su dignidad y preeminencia por reconocimiento de sus padres y acatamiento de sus alumnos. Y ello parece cierto. Ser maestro no es grado académico que se otorgue tras discusión ni se someta a exámenes y concurso. Es consenso espontáneo. No es función burocrática que se asigna. Cualquiera sea el dominio intelectual del maestro, hay algo que lo señala como modelo. La maestría muestra, sin necesidad de demostrarla, la conquista del hombre sobre sí mismo.
Nadie llega a ser maestro por designación rectoral ni por voto electorero o conclusión de consejo administrativo. La dignidad se adquiere sin procurarla; sin buscarla, promoverla, convenirla o negociarla entre colegas.
La maestría es eminencia que por pasos se insinúa. Llegar a ser maestro no es aparición repentina y ofuscante; es muy lento amanecer tan prolongado como la propia vida, que no conocerá ocasos. Ser maestro es algo que define una existencia en irreversible viaje hacia el saber y la verdad.
Pese a ser acatado, el maestro poco retiene para sí. Se dijera que permanece solitario. Ni siquiera guarda en su haber la satisfacción justa de ser reconocido, porque conoce las medidas de la sencillez y la humildad. No se molesta por ser dicho maestro, porque el derecho de llamarlo así pertenece a otros. Pero no se engríe. Prefiere alojarse silencioso en las dimensiones de su reducto espiritual.
Su dominio no es social y bullanguero, guarda el silencio sabio del espíritu. Sabe que la popularidad es mala consejera. Se adhiere al tamaño de su persona y desdeña las ilusiones fatuas del personaje. Nada más desacertado, el maestro lo sabe, que confundir la dignidad del hombre con la función pasajera que desempeña. Replegado en su ser, el maestro recoge su propia dignidad de ser maestro y la cuida como quien cuida de su existencia, sin de ella velar por el beneplácito de hacerlo.
La maestría es acertado equilibrio entre el ser y el ineludible parecer; entre la natural estima de sí mismo, objetiva y humilde (la humildad es realidad) y el reconocimiento externo.
Parecer maestro ante los demás no es aparecer sobre rellanos de ufanía. Ilusión sería la de pensarse maestro, quien enseña; demuestra no serlo ni poder llegarlo a ser. Virtud difícil es ser maestro bueno, sin profesar superioridades; pues que si tal aconteciera, sería la negación de la maestría. Ser maestro es virtud generosa; el reconocimiento que se le hace lo acepta el buen maestro con beneficio de duda e inventario realista; hacia fuera se entrega con prodigalidad sin límites.
Por la educación se inserta al hombre en sociedad. En la escuela y en la clase el maestro establece alianza indefectible con cada uno de sus discípulos. Pero clase y escuela son porciones de la sociedad. El maestro conjuga el universo de la cultura. Es portador de las herencias culturales de una a otra generación. Expresa con sus enseñanzas la continuidad de la historia humana.
La obra del maestro persiste más allá de los linderos del tiempo y del espacio. Distante o ausente, su obra perdura. Muerto, influye aún en quienes nunca lo conocieron. Con el hombre, cuando muere, se enmudece su cultura personal. La del maestro desaparecido persevera, maestra, como recuerdo eficaz.
Maestro y discípulo coinciden en trechos de la vida. Saben que en el mantenimiento de la tradición el alumno sucederá al maestro para transmitir las voces de la verdad.
Al contacto con el maestro el discípulo se reconcilia con la vida, y al contacto con el discípulo el maestro se reconcilia con su muerte.
Maestro y discípulo
Así como cada joven se encuentra siempre al acecho del amor y la compresión, sin saberlo busca al maestro que le salga al paso, y lo acoge. Es desdicha nunca encontrarlo. Hallado por el joven, en reencontrarse con la propia vida y vocación de existir. Es condensar energías, descubrir motivos de acción. Es conmoción abisal de todas las potencias vitales.
La aparición del maestro es revelación bienvenida. Suceso taumatúrgico de la educación en lo superior y para lo superior que saca lo más posible de cuantos tuvieron la fortuna de recorrer junto al maestro bueno, caminos de la existencia.
Si el profesor agudiza las distancias, la maestría las disuelve en intimidad.
Porque la educación es obra de la inteligencia y también del corazón, nadie será maestro que sepa a la vez ser buen amigo. Amigo personal. El buen maestro comprende en abrazo de corazón e inteligencia al grupo humano que se aposenta bajo su alero, pero sabe conocer y distinguir, como persona, a cada uno de sus discípulos como si bien se diera la única y excluyente relación de un maestro para cada alumno; pues ser maestro no es hablar al aire y a la montonera sino a la inteligencia y al corazón individual.
Más que las palabras del maestro, el contacto de inteligencia en mutuo aprecio provoca en el alma del discípulo el acto de la compresión, la chispa de la luz intelectual que en él habita. A través de las palabras y señales sensibles, las dos almas se unifican en la comprensión de la verdad, que no es del maestro más que del discípulo, ni de ésta más que de aquél, pero que en su universalidad señorea y preside todas las mentes particulares.
El buen maestro se allega a la totalidad de la persona del alumno, sin ceñirse al cultivo de estrecha porción intelectual, por razón de la asignatura enseñada. El maestro esculpe la escultura íntegra del ser, como el artista el cuerpo entero de su obra. Forma el todo, no la parte, respetando en el alumno la insondable solemnidad del ser humano. Si enseña matemáticas, biología o los misterios de la naturaleza inanimada, sabe llegar el maestro, por sobre el detalle de lo enseñable a su cargo, a la profundidad de los valores del pensamiento, de la vida, del orden que de modo consciente e inconsistente sus estudiantes le reclaman.
Más no se piense que entre maestro y alumno exista inevitable relación de dependencia descendente. Si la hay, por cierto que es de carácter muy original. El maestro no es jefe que comande. No exige obediencias ciegas, ni disciplinas, ni servicios áulicos. No es patrón o jefe, ni siguiera indefectible patrón o dechado de identificaciones. Crea, a lo más, dependencia de inspiración para que cada quien sea lo que está llamado a ser por los caminos de lo propio y superior y hacia lo superior que el discípulo anhela.
El maestro nada exige al alumno que antes no se lo haya exigido a sí mismo. El maestro hace al discípulo y el discípulo hace al maestro. Es un intercambio de personalidades, sin que el maestro haya de constituirse en modelo indefectible en plagio de personalidad. Del discípulo se espera que sea él, que sea original.
Dista la autoridad del maestro de convertir a sus discípulos en incondiciones creyentes; no alquila servidumbres intelectuales. Entre maestro y discípulo, medianera es la verdad y como cada uno se aproxime a ella, por su paso y ritmo. Maestro y discípulo se sitúan en condiciones casi de iguales frente al horizonte amplio de los valores y de la cultura humana. Buscan la convergencia en la verdad, existe entre ellos dosis sutil de intimidad y distancia; distancia dentro de la intimidad e intimidad a pesar de la distancia. “Amicus amico Plato sed magis amica veritas”, reza el adagio latino que quizás remonte su origen a los tiempos de Aristóteles. “Es Platón amigo del amigo, pero más lo es de la verdad”. Sólo que la estima por el maestro y la amistad por la verdad, confluyen en unitarias convicciones de búsqueda, aunque no siempre en identidad de pensamiento.
Maestro y alumno bien pueden disponer caminos diferentes y dispar acatamiento. Del primero fue convocar las energías del alumno para el ascenso a lo superior de la verdad. El alerta el espíritu y la inteligencia.
Discrepancias de expresión intelectual y artística, oposición de teorías, se dan en vidas paralelas de pensadores, artistas y científicos e incoincidentes vías de espiritualidad entre los místicos. Pero del uno fue maestro del otro, sujeto de lealtades porque fue la voz primera. Maestría del buen maestro es enseñar la maestría del pensar.
No se exija del maestro enseñarlo todo, ni siquiera todo lo que él sabe y domina. El maestro deja y siembra asomos de su ciencia, no lo llena todo porque del discípulo es suplir, enlazar, concatenar: el maestro nos instruye porque algo nos da, y por lo que deja de darnos nos excita a ser nosotros nuestro propio maestro interior. Pareciera que el triunfo de la educación radica en la negación de la educación.
El maestro ¿innecesario?
Imprescindible el maestro para la educación en lo superior, aparenta ser innecesario.
El Sócrates platónico que conversa en el Diálogo de Menón, resume así la paradoja: nadie aprende como si le fuera dado, y nadie enseña nada que haya de ser recibido y aceptado. Tal fue el intento venturoso de Sócrates cuando osó enseñar lección de geometría a un esclavo de Atenas. Frente a trazos hendidos en la arena polvosa, ensaya preguntas al siervo que de su misma entraña intelectual sintió brotar las respuestas. Sólo un gran pedagogo como el Sócrates descrito y recordado por Platón , pudo negar el aparato formal de la pedagogía. La del maestro, que no la del profesor, todo lo obtiene de quien aprende.
Se puede ser maestro careciendo de discípulos. No es posible lo contrario. El maestro es quien está más cerca del centro y dirección estable de su gravedad espiritual. El discípulo se encuentra en lucha por salir victorioso sobre sus titubeantes excentricidades. Maestro y discípulo se diferencian como ritmo y desacompasamiento. Cuando ambos se ponen a tono, es porque se verificó el prodigio interno y vital del aprendizaje.
Apenas emitida la palabra del maestro, el discípulo la escucha toda en los hondones de su espíritu, en su verdad interior. (Es pensamiento de San Agustín de Hipona en el De magistro, adicto a las doctrinas platónicas de la remembranza cognoscitiva). Y es tan breve el instante entre la palabra exterior del maestro y la voz interior del discípulo, que se nos antoja el primero desaparecer al punto por tornarse innecesario. Escena y drama se hunden en la aventura íntima del discípulo maestro de sí mismo.
De modo similar, Santo Tomás, en el tratado De Veritate, desde los litorales del aristotelismo explica la acción del maestro: A la manera que el médico produce la salud en el enfermo acudiendo a la acción salutífera de la naturaleza, el maestro incita en el alumno las operaciones de la razón. Esto es enseñar la scientia veritatis, la ciencia de la verdad.
Por principio y por costumbre el maestro se encuentra en la difícil circunstancia de tener siempre la razón. Pero así sean firmes los motivos que sustenten tal decir y por constantes los usos y creencias, no acepta el maestro que en el diálogo pedagógico su pensamiento haya de ser la única y última palabra. Estudiante, y estudiantes en grupo, acontecerá que apoyen sus razones sobre firme y propia solera intelectual. Al maestro compete mantener siempre abiertas las puertas del diálogo, la compresión, las expansiones generosas en donde tengan cabida opiniones acordes y discrepancias que acerquen lazos de amistad.
Ser maestro es enervar a pensar como el discípulo ha de pensar, no a la manera que el maestro piensa, ni pensar lo que piensa el maestro. La desigualdad entre maestro y estudiante se restablece en igualdad, porque la vocación de ser auténtico discípulo es, a la vez, vocación de ser maestro. El maestro –sugirió Nietzsche-, poseedor de discípulos, los forma para la infidelidad porque los predestina a la maestría de pensar por sí mismos.
Es muy cierto que los maestros son también alumnos y deben ser discípulos, dijo un pensador. Pero no puede haber un regreso hasta el infinito: debe haber finalmente maestros que por lo mismo no sean a su vez discípulos.
Cómo actúa el maestro?
Magíster es voz latina derivada de la raíz griega mag, el que es más; el maestro que toma asiento junto al que aprende. Lo asiste y presencia el alumbramiento del aprendizaje que es el descubrir la verdad.
El buen maestro su-giere como quien algo desliza bajo los umbrales del entendimiento; in-sinúa, que es introducir sugerencias en el seno de la inteligencia del alumno. Ad-vierte, para volverle la atención sobre algo: en-seña, a la manera de quien mueve ante la mente atente un signo, una señal.
Con-versa, sito al lado del diálogo descubridor, sostenido entre quien aprende la ciencia aprendida; fomenta para que la conversación y diálogo alumbrante se tornen cálidos y entusiastas.
In-duce, pro-picia porque se aproxima, se acerca al milagro de aprendizaje. De-vela, cuando ello se hace necesario, como quitándole velos a los datos que el maestro a-porta o pone a las puestas del entendimiento del discípulo, sin inter-ponerse, sin es-torbar o molestar desde fuera el prodigio de aprendizaje en producción.
La enseñanza no ha de ser re-flejo forzoso de cuanto el maestro sepa. El alumno –pese al significado de la palabra el que es alimentado-, no es satélite que luzca con lumbre ajena, ni sombra del maestro que se proyecte en su esfera mental. El buen maestro no im-pone como queriendo afirmar su propio ser ante el alumno y discípulo; no domina, no es señor y dueño del universo intelectivo ajeno.
El maestro casi que des-aparece, -por ello la paradoja de juzgarlo innecesario, siendo imprescindible-, al paso que se enciende el saber en lamente del alumno. Si el discípulo-del verbo ´disco´, aprender – enaltece al maestro por el prodigio de aprendizaje producido en su propio ser, allá el alumno; el maestro se contenta con lo que él es, satisfecho de sus dimensiones y altura, porque no será más porque lo exalten ni menos porque lo vituperen de error. Que no por alabanza y honores es él ´to mag´, el maestro. Es lo que es y en su ser lo aloja. El buen maestro hace por desaparecer cuando en sus discípulos se produce el alumbramiento del aprendizaje. Unidos, maestros y alumnos `veri-fican´, hacen que sea verdadera la verdad.
Argumenta, sí: ´des-peja´, porque hace expedito el proceso del saber; abre en vez de obturar; permite que el aprendizaje sea conquista del alumno sobre sí mismo. Cada ser es como un enclave de ignorancias que él, como ignaro, está llamado a satisfacer con personal denuedo. No las satisface el maestro plenamente, si es un buen maestro.
Por ello el presupuesto pedagógico de Sócrates se nos antoja tan absurdo, por los hechos que estamos a la pedagogía positiva de datos enseñables y asignaturas dosificadas. La mayeútica socrática –dicha así en recuerdo del oficio de partera, el de la madre del filósofo-, es de otro estilo, propio al darse a luz el aprendizaje en la mente curiosa. Prefirió Sócrates fingirse ignorante –él, el que era el más grande- y ensayó la pregunta irónica –de ´eromai´, interrogar-, con pretendida estupidez para que el alumno brillara con luz propia; pues la enseñanza no es todo dádiva de unas manos llenas a otras vacías. Quizás los datos ignore la mente del alumno y los ´ad-quiera´ -que significa buscar para sí-. Después, suya será la tarea de coordinar y encadenar, de hacer su método. Aprender es de quien aprende, porque todo aprendizaje es evocación del propio ser protagonista de su íntima novela, héroe de su epopeya personal.
El maestro bueno estimula en el alumno la natural apetencia por la creatividad racional y justificada, y le urge hacia la búsqueda tenaz, consistente más que en la acción deshilvanada y de momentos, en el desespero por el in-vestigium-irse´, que es la investigación, como repisando siempre, para hacerlas suyas, las huellas del acierto y la verdad. El maestro reviste al estudiante del hábito amoroso por el estudio sin desvanecimientos.
La educación no es monólogo de maestro a alumno, desdoblada, si acaso, la palabra única e impositiva en extremos inconexos: el profesor que da lecciones y ordena aprendizajes, y el alumno que recoge y retiene. La educación es diálogo, es ´co-loquio´ y conversación, escenario de amistad en la sala hogareña y común de dos espíritus.
Produce la naturaleza espíritus grandes y espíritus pequeños. La función educativa del maestro reside en el arte de alargar las dimensiones espirituales y extraer de sus discípulos ´lo más y superior de cada uno´.
¿Depende el espíritu de la naturaleza o de la Circunstancia educativa? La respuesta se posa en medio camino de la disyuntiva interrogante. Todo ser racional nace dotado de capacidad física y espiritual para que dada la coyuntura benéfica, el espíritu ascienda, por la escala de lo superior, en escalada de la educación para lo superior.
El hallazgo de un buen maestro es fortuna inapreciable, porque es ´autor´que engrandece cuanto toca. En su autoridad hay un misterio indefinible, no ligado al ejercicio rutinario de un trajín ni a prerrogativa alguna de artificiales jerarquías. El maestro posee aquella estatura espiritual, inajustable a comparaciones de cantidad y escalafón. Es maestro donde quiera que se halle y actúe. Su porte es sencillo con la reserva imponente de quien habla cuando hablar conviene. Hay quienes siempre tienen que decir ´algo´, no importa qué; hablan todo el tiempo. Y quienes siempre tienen ´algo´ que decir y captan para ello el momento oportuno; hablan poco. De la segunda madera está labrado el maestro.
Maestro e institución educativa.
En las escuelas antiguas poco importó lo que el maestro enseñaba. Con todo, reiterada paradoja, tan imprescindibles eran los maestros de la Antigüedad que para nosotros siguen siendo maestros. Tal vez porque fueron maestros de cielo abierto, reambulantes por vías y ágoras, dejaron que el alumno tuviera y fuera su propia historia. Pues cada vida se impone como un trayecto de sí misma, dueña y señora de su período ascensional. Función de la enseñanza educativa es permitir la toma de conciencia personal en el ajustamiento con el mundo y con los demás que también están trazando sus propios derroteros.
Las instituciones educativas que limitan todo su éxito a la pedagogía del dato pronto, inmediato y puntual, de lo que se entrega como indispensable para la utilidad y ganancia próxima, por olvido de metafísica pedagógica profesionalizan pero no educan; reducan al hombre al nivel de la educación para lo ordinario, e impiden la aparición salvífica del buen maestro, imprescindible en la existencia humana aunque en apariencia innecesario por ser la educación odisea íntima de quien emprende con arrojo la aventura de su propia educación.
Quizás sea pedagogía pedante la que se refugia en la ´tecnicidad´ docente de entrenar por partes y por separado las facultades humanas. Que si la atención y la memoria. Después la imaginación y la creatividad. Más tarde y con diferentes técnicas, el entendimiento y así, una tras otra con apoyo en tecnicismos inconexos, dejando en el olvido, so pretexto de aprendizaje rápido, la educación total del individuo y el fortalecimiento de su constancia conquistadora del saber. El buen maestro no fracciona lo que es infraccionable: la unidad orgánica y vital de la persona humana.
La pedagogía auténtica, la del maestro, no atiborra, no deprime, limpia el panorama a fin de que tras, la maraña de datos e informaciones, el discípulo descubra las profundas articulaciones de la ciencia y la verdad y las acompase con el equilibrio interior de su persona.
Ante la aparente o real oposición del ´homo faver´y del ´homo sapiens´, entendidos como el hombre instrumento e instrumentado y el hombre soberano, el maestro prefiere, por sobre el valor objetivo de los entrenamientos, el valor cimero del saber.
Mas allá del currículo tangible.
La lección de geometría que Sócrates ofreció dadivoso al esclavo ateniense, es enseñanza de humanismo. Fue visitación socrática, llamado al interior espiritual, incautación estimulante hacia lo superior y en lo superior. La mente del siervo, incitada se puso de pies, y anduvo su propio sendero de descubrimiento. Voz eficaz que produjo otra existencia inteligente.
La pedagogía del maestro no se deja aprisionar entre el engañoso positivismo de técnicas de enseñanza para el aprendizaje inmediato y útil y rehuye limitarse a la superficie panda del currículo. No que técnicas y asignaturas se dejen de lado; pero si ha de ser pedagogía educadora y no sólo instructora, obedece a algo más alto y elevado. Responde a una verdadera metafísica de los hechos cotidianos de enseñar, que sobrepasa el que esto y aquello se aprenda y retenga en la memoria fiel. Hay un más allá de los arreglos curriculares visibles, tangibles y memorizables que ahonda en los valores.
No se niega el valor de la memoria, nervio de la inteligencia. Pero la inteligencia de las cosas que propicia el maestro bueno, se arraiga con mayor fuerza en los principios –metafísicos-, en el currículo oculto de la verdadera educación: enseñar a pensar.
Si principios pedagógicos no se dan, el examen que comprueba postizos saberes de aprendizaje rápido pareciera bastar para garantía de un título que al poco tiempo nada garantiza de lo que en su día primero pudo haber comprobado.
Bien está así para la pseudopedagogía impersonal y pedestre, la que nada busca más allá de abarrotar las mentes con fórmulas que saquen del paso; pedagogía que instruye sin educar, informa sin insinuar métodos, abastece de fardos sin señalar alturas ni dilatar espíritus e inteligencias ante horizontes nuevos, que se quedan para siempre desapercibidos.
Se sabe que Sócrates que departe, como maestro ´innecesario´ de la matemática del espacio, en el diálogo de Menón, está puesto para demostrar la doctrina de la reminiscencia que explica a su modo el aprendizaje íntimo del discípulo. Pero aún preferido a este principio de la pedagogía, el aristotélico de los sentidos corporales por donde cruza el dato perceptible que ilumina el entendimiento, sigue siendo cierto que el buen maestro, siempre imprescindible en la vida del ser humano, se hace al lado para que el alumno se haga a sí mismo al contacto con la ciencia y los valores.
Pero ¿Cómo enseñar valores, qué equivale a enseñar virtudes? Sócrates respondió. No basta con predicar: sé valiente, sé virtuoso, para que el alumno aprenda la lección como si lo fuera de memorizada historia o matemáticas. Valores y virtudes se inspiran; de ellas el maestro convence al alumno y el alumno se convence. Son invisibles pero reales asignaturas –llamémoslas así- de currículo escondido que prodiga el maestro con su ejemplo y actitud, más que con palabras, en todos los instantes de su ejercicio docente. El profesor enseña cosas en horas fijas y espacios convenidos. El maestro, carece de cercados de espacio, no conoce calendarios prescritos. Es acción de permanencia.
Tras siglos de equivocación y malos entendidos, se desacertó en la meta de la verdadera educación, consistente en formar a la persona por sobre las exigencias apretadas y las convenciones técnicas del trabajo. Profesiones hubo y las habrá. El trabajo es también un valor humano; pero no es el único. Es preferible enseñar a ser.
Cada nivel educativo exige una forma de ser maestro. Aún sin quererlo, en la primaria el maestro asume las proporciones de casi un semidios. Las distancias se encogen durante el avance paulatino del nivel secundario y tienden a equipararse en los estratos superiores de la educación. Subsiste sólo la calidad indefinible de ser ´el maestro´.
Es de desear que la auténtica pedagogía, la de veras educativa, la que no se constriñe a la palabra que se dicta sin espíritu en las estrecheces de horarios, de asignaturas desatadas, de formalismos y meticulosidades más que de métodos científicos, algún día se imponga triunfante, en fuerza de sus principios, sobre la pedagogía pedestre y las tan alabadas ´tecnologías educativas´ de escuadra y cartabón, que impiden la epifanía de relaciones salvadoras entre maestro y estudiante.
La pedagogía bien concebida facilita en los niveles primarios, llegar al alma misma de la persona, sin limitarse a la dádiva docente de letra, números y nociones descarnadas de espíritu, sobre el comportamiento social. En los niveles secundarios, la verdadera pedagogía abre al universo cultural. En los niveles superiores, enseña que el universitario, ante todo, ha de aprender a pensar sin reducirse al adiestramiento de lo que tan sólo le valgo oficio y profesión.
En todos los niveles educativos, el buen maestro ama su oficio por sobre su propio haber cognoscitivo, y sin proporción, por encima de cuanto gane o devengue en su noble tarea de ser maestro. Da de sí su todo personal; en los tres casos enseña a ser persona; sólo que en el nivel superior de la educación, deja volar con mayor soltura la inteligencia del estudiante por entre los cielos del espíritu indagador.
Por ello la Universidad es por vocación el lugar privilegiado donde la persona se despliega en armonía. Donde campea el ´gadium de veritate´, la alegría de la verdad, en imborrable expresión de Agustín de Hipona.